jueves, 26 de abril de 2007

En aquel cubo de aquel sucio y extraño antro podías encontrarla. Podías encontrar cualquier cosa en aquel lugar. Y una de esas extrañas cosas era aquella masa cuasi líquida. Una extraña mezcla heterogénea de textura viscosa, color indefinible y sabor agridulce.

Avísame, si algún día quieres verla. Te gustará. Pero lo mejor es que yo te acompañe, la conozco bien. No es que sea imposible entrar sólo, ni siquiera cuando no tienes ni idea de lo que habita en su interior. Pero conlleva más riesgos de los que cualquiera estaría dispuesto a asumir en una bonita mañana de primavera.
Una fábrica de juguetes en desuso, mutilada y abandonada, pero que no ha perdido el encanto. Es más, me atrevería a decir que gana en ello con los años. Cuya puerta, con la pintura desconchada simulando la gran boca de un payaso dentudo, y de cerradura oxidada, es inútil tratar de abrirla más que con una ganzúa o, si sabes hacerlo, con algún clavo oxidado o ganchillo.

De niño, cuando estaba en funcionamiento, mi propio tío trabajaba en ella, y mis visitas eran tan frecuentes que el capataz empezó a encargarme tareas. Sin duda era un abuso, pero yo lo hacía con tantas ganas que no se me hubiera ocurrido, ni siquiera, pedir algún incentivo. A cambio, de todas formas, me habilitaron un cuartito allí, con una cama, un armario, una cómoda, dos sillas y una mesa. Y también un espejo. Así podía quedarme hasta tarde viendo como la máquina procesaba las piezas y formaba los distintos tipos de juguetes.
Incluso comía con los trabajadores. A mi pobre madre, que veía un futuro como trabajador para mí allí, todo esto no la disgustaba, sino que la agradaba hasta el punto de que ella misma me traía a veces sus guisos a mi habitáculo de la fábrica de juguetes.
Yo, que era un niño, tenía curiosidad por todo, y algunas de las cosas que había por allí me resultaban del todo extrañas, no sólo la enorme máquina con sus secreciones y humos.
También un agujero señalizado que había en el suelo, hacia el cual siempre profesé una enorme curiosidad, pero por el que no pude bajar hasta ya muy mayor, debido a que las pocas veces que me encontraba sólo, temía que si no podía salir, los trabajadores tendrían que sacarme de allí al día siguiente, y probablemente me echaran de la fábrica aludiendo a los peligros que yo corría en el lugar.

Aquel cubo estuvo allí siempre, incluso me atrevería a afirmar que no cambió su posición siquiera, era casi como si estuviera pegado al suelo. Cuando un producto salía mal, lo lanzaban al cubo, que despedía de inmediato un sonido chasqueante y un vapor tóxico que te hacía pensar que contenía ácido sulfúrico o algo parecido. Mi tío me advirtió acerca de él el primer día que fui a la fábrica.

Simplemente no lo toques, no te acerques, no lo inhales, no lo pruebes., me dijo.

Y yo le hice caso. Ya lo creo que le hice caso. No porque fuera mi tío, al menos, no todo el tiempo fue por eso. La realidad era que el destino que corrían los juguetes allá dentro no me era agradable para nada, y no tenía intención de compartirlo con ellos.
Un par de décadas más tarde, abandonada la fábrica ya hacía años entré, por primera vez, en aquel lugar olvidado. Como poseído por algún ser externo, me dirigí, no a mi cuarto para contemplar recuerdos, no al agujero para sanar mi enorme curiosidad, sino al cubo. Aquel enorme cubo gris de distintas tonalidades. Tonalidades que cambiaban según el lugar donde miraras, y que yo siempre había considerado un efecto de los vapores de la máquina de juguetes.

La máquina estaba ajada y vieja, aunque yo tenía el presentimiento de que seguiría funcionando, pero el cubo seguía igual, ni nuevo ni viejo, presidiendo aquella habitación. Entonces, me dirigí hacia él y asomé mi cabeza a su interior. Aquello era alucinante, como el recipiente lleno de agua que el pintor utiliza para mojar el pincel, adquiría colores y tonalidades totalmente diferentes. Metí el dedo meñique, para empezar, quizá porque nunca le he concedido mucha utilidad, y no ocurrió nada, excepto un cambio de temperatura curioso.
Mi dedo parecía estar en una tarde cálida de verano, mientras yo me encontraba en una fresca mañana primaveral. Me sentí estúpido por este pensamiento y me llevé el dedo a la boca. Era viscoso, sabía agridulce, no puede decirse que estuviera asqueroso, pero no era precisamente agradable. Me acerqué más, apoyándome en el borde y elevando mi cuerpo, para colocarme justo a pocos centímetros de aquel semilíquido cuando, antes de ver una especie de pez, lejano como si no estuviera dentro del líquido, sino en otra parte, mirándome tal como yo a él, caí en su interior y fui absorbido.

Colores se sucedían, lugares y sabores, podía respirar en su interior y era transportado hacia alguna parte. Me movía como atraído por un imán, más que por la ley de la gravedad. Cuando aterricé, mareado, alucinado e intentando discernir lo real de lo soñado, lo primero que vi sobre mí fue al pez. Aquel pez que vi fuera del cubo. Aquel pez observándome minuciosamente.

"Tú no eres un juguete.", dijo, con voz aguda y rasposa.

"No, caballero, no lo soy.", le contesté a aquel ser, que ahora podía ver al completo, y que, aún con naturaleza de pez, se sostenía sobre dos patas y en lugar de aletas tenía brazos. Por supuesto, cubierto al completo de escamas.

"¿Y qué haces aquí entonces?", preguntó, sin dejar de sostenerme la mirada.

"Me caí. Trabajaba en la fábrica de juguetes de niño, antes de que la cerrasen. ¿Sabe usted? Entré para recordar viejos tiempos y al mirar dentro de un extraño cubo que teníamos allí, tropecé y caí dentro. Y lo primero que veo con claridad desde entonces es a usted.", le confesé, rogando en mi interior no estar sobrecargando de información al pobre.

"Así que eres un... humano extraviado.", comentó por lo bajini.

"Esto..., sí, pero no por mucho tiempo, ya me están buscando mis familiares y amigos allí", le dije, tratando de sonar a verdadero, ya que temía lo que aquel bichejo marino quisiese hacer conmigo.

"Y eso... ¿cómo lo sabes? Contéstame, humano.", disparó. A mí me dolió, la verdad, porque lo cierto es que había dado en el clavo. No sólo no estaban buscándome. Tampoco lo harían en mucho tiempo, y a nadie dije donde iba. La posibilidad de quedarme allí siempre no me agradaba en absoluto.

"Oh, porque... me esperaban fuera de la fábrica y se asustaran si no vuelvo, amable caballero", respondí de modo poco convincente.

"Entiendo.", dijo. "De todos modos, hace mucho que no recibimos nada vuestro aquí y debería informar de esto, ¿comprendes? Antaño nos mandábais vuestros juguetes y nosotros os pagábamos como exigiera cada ocasión, pero de repente un día no cumplísteis vuestra parte del trato, no nos llegaron los pedidos, y ya nunca más volvimos a saber de vosotros.

Al principio, el Juguetero trató de tranquilizarse a sí mismo diciéndose, y diciéndonos, que sería un contratiempo de pocos días. Luego aquello no le sirvió ni a él mismo y enloqueció. Nuestro pueblo ama los juguetes, ¿sabes? Nos encantan. Pero aquí no tenemos ninguna forma de hacerlos. Los materiales no se mantienen de la forma en que los moldeas, ya lo intentamos.

Llevamos viviendo décadas sin juguetes. Imagínate cómo nos sentimos. Nuestras hijas e hijos no se aburren, es cierto, ¡son niños y niñas, saben divertirse! Pero nosotros no podemos hacerles regalos con los que jugar, y nos sentimos totalmente fracasados. ¿Compreeendes?", arrastró el comprendes de una manera realmente lastimera que empezaba a hacerme dudar de sus intenciones.

"Oh, entiendo perfectamente, caballero. Lo... lo comprendo todo, pero no puedo hacer mucho. Yo tan sólo trabajaba allí con mi tío. Cuando la fábrica cerró, despidieron a los trabajadores y no supimos más. También fue un duro golpe para un montón de familias, que tenían planificado su sustento en ella. Nosotros no quisimos que la cerraran. Fueron los dueños, supongo. Espero que no me culpe a mí..., no tuve nada que ver, se lo aseguro. ¡Ojalá siguiera abierta la fábrica!", le dije entusiasta, tratando de que sintiera que me solidarizaba con él. Por un momento dudó, oscilaron sus ojos de una manera ridícula y, por fin, sonrió. Para alivio mío.

"Mmmm..., está bien, humano, está bien. Entiendo que tú también te sientes estafado y, como nosotros, te gustaría ver otra vez en funcionamiento la fábrica, ¿no es cierto?"
"Eh..., claro. ¡Por supuesto que sí! Sin duda alguna, señor. No existe cosa alguna que me apetezca más en este momento", le dije, sin saber qué otra cosa podía decir que me beneficiara en estos momentos de incertidumbre.

"Pues entonces yo, Ulrico Rupertson, te acompañaré a tu tierra y veremos lo que podemos hacer. Si estás de acuerdo, claro..., si no, podrías acompañarme a..."

"No, no, por supuesto que estoy de acuerdo. No perdamos más tiempo.", interrumpí, con claras intenciones. "¿Piensa usted que sería bueno que me acompañase? Para nada es un intento de escabullirme, tan sólo quiero asegurarme de que no correrá peligro teniendo en cuenta la atmósfera y el clima que existen en el lugar de donde vengo".

"Oh, no te preocupes por eso. ¿Acaso tú estás padeciendo algún mal?", me preguntó, lo cuál me dejó trastocado porque hasta entonces no había reparado en ello. ¿Estaba yo padeciendo algún mal?, "Pues entonces, yo estaré igual de bien allí. Vamos, sígueme, que te mostraré la salida que da a tu mundo."


Y entonces, me llevó a una bañera, una bañera vieja y cómica, con patas de ésas emulando a las de un león y grifos bañados en oro, ahora ya desconchado. La bañera, por supuesto procedente de la Tierra, contenía en su interior el mismo tipo de sustancia que la que se encontraba en el cubo de la fábrica de juguetes. Una extraña mezcla heterogénea de textura viscosa, color indefinible y sabor agridulce. Me quedé mirándola y aquel pez cabrón me empujó hacia ella y vi como saltaba en su interior antes de...................................................................................................................... ............................................................................................................................

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Eh eh eeeeeeeh

yo quiero seguir leyendo la historia "jolines" :(