lunes, 18 de junio de 2007

En aquel otoño, la sangre caía junto con las hojas y yo, y mis ojos, jugábamos a no ser vistos. En principio, no era fácil distinguir los globos oculares, sanguinolentos y colgantes, que yo me lanzaba de una mano a otra junto con hojarasca y algunas cenizas.

Mis manos, mi sangre, mis ojos, las cenizas...
Cenizas de un pasado reciente ahora condensándose en lágrimas.
Formando un cielo de escarcha y borrando todo vestigio de alegría o tristeza, euforia o depresión pasadas. Sinceramente, nunca he tenido demasiado aprecio al pasado, a menos que el presente se me antojara más obscenamente insípido o inadecuado respecto a mis expectativas. Ahora ya olvidado, podía caminar de nuevo, a pasos cortos o largos, sin importarme el ritmo del resto de la gente. Gente que, en otro tiempo, me importó sobremanera y que hoy, en este momento, no son más que escarcha.

No son más que cenizas.