jueves, 8 de marzo de 2007

Pelos

Le caen por la espalda y oscilan en un movimiento esperpéntico, pero natural. Extravagante, pero suave. Le chorrean de diferentes tipos; del género boidae, sin veneno pero capaces de estrangularte en unos pocos minutos; del género boa, del género viperinae, las cuales ocasionan la mayoría de los envenenamientos ofídicos; del género colubridae, cuyas excepciones que segregan veneno podrían amargarte un fin de semana en el campo; hydrophiidae, venidas desde las aguas del océano Pacífico; elapidae, las cuatro especies distintas, todas con venenos y exóticos anillos de colores...

Ella camina y a su paso, se contonean sus caderas, ellas y esos seres reptantes que cuelgan de su cabellera, que se revuelven sobre su cráneo, mezclándose en coloridos ríos de variados venenos, de colmillos y de comprensión. De siseos, lenguas bífidas y cascabeles. De ojos suspicaces y miradas desconfiadas.

Ella camina, también desnuda, y a su paso, las miradas lascivas de cada ser humano de sexo masculino, la violan infinitas veces incluso después de haberla tenido en su campo de visión. Ella, que no le da importancia alguna a su cuerpo excepto la de emisor de erecciones frustradas, se regodea cruel imaginando a tantos y tantos estúpidos machos masturbándose en secreto, a escondidas de sus parejas. Ellos, con sus movimientos torpes, recordando vagamente el cuerpo de ella, pensando en acariciarla, tocarla, penetrarla o dominarla, limpiándose después el esperma con papel higiénico y sintiéndose fracasados, y mientras, ella sigue tambaleando el mundo. Y cualquiera con un mínimo de inteligencia, piensa ella, que se sepa celoso, reconocería sus propios límites y se alejaría prudentemente del deseo de seducirla más de una vez, y totalmente del deseo de amarla, pues privilegios no tendría sobre su infinita voluptuosidad.

No tiene miedo, pero el resto sí. O deberían tenerlo. La mujer cuyos cabellos son serpientes camina tranquila, pechos al viento, sintiéndose segura, protegida por sus reptantes guardaespaldas, de afilados colmillos, que brotan sin fin de su cabeza, y cuya existencia está ligada inseparablemente a la de la mujer. Matad una, mil serpientes, que mil y diez mil más volverán a nacer del mismo lugar del que fue sesgada la anterior.

Se escurren, entre mis dedos, pero sin morderme, bajo advertencia, claro, de su dueña, la de las caderas que se contonean...

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